Ahora que es tiempo de compromisos, de citas, de eventos varios, me viene bien recordar una de las experiencias más terribles que he tenido durante alguna de las fiestas navideñas de mi vida. Así podré evitar caer en el error de aceptar ciertos compromisos.
Las fiestas navideñas sienten predilección por lo infantil, supongo que por aquello de la inocencia, aunque hoy día sea difícil ver inocencia en la cara de muchos niños y niñas, pero bueno, seguiremos viendo hordas de pequeños partisanos por las calles el último día de cole. Nunca entendí a qué vienen esos calentadores de borreguillo casi a modo de polainas, ¿los pastores suelen calentarse los tobillos?.
En fin, tocaba ir un domingo a una misa de niños. Me gustaría decir que el esfuerzo que me supone en ocasiones bajar de mi árbol preferido de los domingos se vio compensado con una de esas liturgias nobles y convivencias comunitarias pero... la realidad fue muy distinta. La ceremonia duró algo más de una hora. Antes de empezar tuve que aguantar unos minutos de música ambiental, unos villancicos cantados por niños sonaban por el sistema de megafonía de la iglesia a un nivel de decibelios digno de cualquier macrofiesta juvenil. La autentica escenografía de escaparate que había sobre el altar de una aceptable iglesia neoclásica era, sencillamente, espantosa: un árbol seco, lleno de cosas que colgaban, como telarañas y carteles multicolores, con cuatro cirios morados pinchados aquí y allá... me pregunté si el árbol seco simbolizaba el tiempo de espera del adviento o la sequedad de ideas del que lo había ideado todo.
La gente no paraba de hablar durante la ceremonia, apenas respondían a las oraciones y plegarias, un coro de guitarras aullaba a un lado, desafinando de una manera tan atrevida que era fácil plantearse la necesaria intervención judicial; el cura lanzaba (porque su retórica era del tipo lanzamiento) un sermón repetitivo en formas y escaso en fondos, en la oración de colecta ni siquiera recordó a las víctimas de uno de los últimos desastres naturales. El párroco daba palmas y palmas, saltaba, movía los brazos y anunciaba momentos cual presentador de telediarios. Acabó la misa, pero no acabó el “espectáculo”. Los niños de catequesis cantarán unos villancicos: aja, por eso había tenido que venir yo aquí hoy, pensé.
Las fiestas navideñas sienten predilección por lo infantil, supongo que por aquello de la inocencia, aunque hoy día sea difícil ver inocencia en la cara de muchos niños y niñas, pero bueno, seguiremos viendo hordas de pequeños partisanos por las calles el último día de cole. Nunca entendí a qué vienen esos calentadores de borreguillo casi a modo de polainas, ¿los pastores suelen calentarse los tobillos?.
En fin, tocaba ir un domingo a una misa de niños. Me gustaría decir que el esfuerzo que me supone en ocasiones bajar de mi árbol preferido de los domingos se vio compensado con una de esas liturgias nobles y convivencias comunitarias pero... la realidad fue muy distinta. La ceremonia duró algo más de una hora. Antes de empezar tuve que aguantar unos minutos de música ambiental, unos villancicos cantados por niños sonaban por el sistema de megafonía de la iglesia a un nivel de decibelios digno de cualquier macrofiesta juvenil. La autentica escenografía de escaparate que había sobre el altar de una aceptable iglesia neoclásica era, sencillamente, espantosa: un árbol seco, lleno de cosas que colgaban, como telarañas y carteles multicolores, con cuatro cirios morados pinchados aquí y allá... me pregunté si el árbol seco simbolizaba el tiempo de espera del adviento o la sequedad de ideas del que lo había ideado todo.
La gente no paraba de hablar durante la ceremonia, apenas respondían a las oraciones y plegarias, un coro de guitarras aullaba a un lado, desafinando de una manera tan atrevida que era fácil plantearse la necesaria intervención judicial; el cura lanzaba (porque su retórica era del tipo lanzamiento) un sermón repetitivo en formas y escaso en fondos, en la oración de colecta ni siquiera recordó a las víctimas de uno de los últimos desastres naturales. El párroco daba palmas y palmas, saltaba, movía los brazos y anunciaba momentos cual presentador de telediarios. Acabó la misa, pero no acabó el “espectáculo”. Los niños de catequesis cantarán unos villancicos: aja, por eso había tenido que venir yo aquí hoy, pensé.
Los niños no cantaron mal, cantaron, más o menos, más o menos azuzados por el ansia de protagonismo de sus catequistas, unos llevaban música enlatada, otros música en directo, otros nada... un bonito ejemplo de cómo hay que compartir cristianamente. Por último cantaron las catequistas. Ahorraré detalles dramáticos para no ofender sensibilidades.
El párroco, con casulla colorida, terminó todo aquello diciendo: Aquí ponemos punto y final a este festival, ¿festival?, pensé, ¿ahora lo llaman festival?.
Durante todo aquello mis pensamientos volaron de aquí para allá, a veces influenciados por la cháchara de las vecinas de banco, que sin saberlo me ponían al día de la realidad de la comunidad parroquial con sus delaciones y críticas aviesas. Me acordé de San Juan, ¿de qué le habría servido al pobre exiliado en Patmos aquel libro de revelaciones si, finalmente, el séptimo sello por abrir, lejos de anunciar desastres de escenificación hollywoodiense acababa por ser aquel retablillo provinciano de mal gusto?
Al terminar todo y poder escapar de todo aquel ambiente tipo hipermercado en hora punta no pude evitar pensar en la degradación de todo concepto de belleza y estética. Pero lo que aún no logro comprender es cómo es posible que haya personas a las que les agrade oír voces desafinadas, pobrezas gramaticales y ausencia evidente de sentido de lo sagrado. Algunos confiábamos en que la Iglesia Católica habría conseguido que pervivieran ciertas formas expresivas de lo más profundo del alma humana.
Al trasladar a un buen y pragmático amigo mi vivencia me dijo con sorna: Tu has estado mucho tiempo en los árboles.
5 comentarios:
Y tal y como se están poniendo las cosas, dan ganas de no volver a bajar de ellos.
Pasa todos los días. Nuestra vida se está convirtiendo en una impostura y casi todo se convierte en objeto de mercadeo, amén de ser falso y hueco. No pasa sólo con las manifestaciones religiosas, sino con el teatro, el cine, la música y nuestra propia vida en general. Nos ha entrado una especie de horror vacui y llenamos casi todos los espacios de cosas fatuas y sin sentido mientras la esencia está ahí, arrinconada y un tanto impotente.
No seré yo quien le reproche que decida Vd. no volver a bajar en mucho tiempo.
Me ha gustado mucho su metáfora, el horror vacui enfocado a la continua desazón por crear de cualquier cosa un espectáculo.
Saludos
De todas maneras, Cósimo, es que somos perfeccionistas y poco indulgentes con la realidad de ciertos actos que han sucumbido a la moda del aggiornamento (festivales).
Se lo digo por mí mismo. La realidad es pedestre y nuestra mirada dura. Y no se preocupe existen otros actos más profundos pero a los que se les acusa de olor a viejo. Le hablo de música sacra con órgano, oración en latín y explicaciones de lo escrito (sermones) de profundidad teológica. Existen liturgias de un cuidado exquisito; pero lo importante, Cósimo, es nuestro interior y nuestro amor por ser indulgentes con las imperfecciones.
¿Que le hace pensar que no fui indulgente Dardo?, podría haberme escapado de allí a toda velocidad a mitad de la ceremonia, jajajaja...
Ja,ja. Sí, claro, visto así, no le discuto que tuvo cierta indulgencia.
Eso es bueno.
Publicar un comentario